Dulces Sueños
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enero 28, 2024Por Mariana Ancona.
“Creemos que tu hija tiene muchas condiciones y le queremos poner un solo para Córdoba”, con esta frase empezó hace un par de años la locura del ballet de alto rendimiento.
Lo recuerdo como si fuera ayer, hace casi diez años, cuando con 8 meses de embarazo me senté en el piso de la academia de ballet a ver a mi chiquitita que vestía unos leggins y una camiseta de Cenicienta, estaba brincando y bailando con niñas algo mayores que ella. Íbamos a que se estimulara y entretuviera porque venía en camino una hermanita por lo tanto, ya no sería el centro del universo de casa. Lo que nunca imaginamos es que esa bebé que traía el pañal asomándose del payasito con los calcetines de arandelas y el pelo despeinado, porque no le daba para mantenérselo fuera de la cara, iba a terminar enamorada de la danza y que su hermanita no iba a querer conocer otra cosa más que los mismos bailes de la hermana.
Empezó gradualmente, con un par de clases a la semana, subiéndose al coche diciendo que le habían dado permiso para hacer la clase de baby jazz, luego de gimnasia y de otro ballet. Cuando me di cuenta íbamos un par de horas a diario y ella cada vez estaba más ilusionada. La hermanita le seguía los pasos.
Pensarías que lo traen en la sangre, pero no. Yo no soy bailarina, ni fui bailarina, ni soñé con usar tutú. Fui karateka y soy fan del fútbol, así que nadie me pudo haber preparado para este mundo maravilloso del que hemos ido aprendiendo las tres juntas.
A veces es difícil de explicar a la gente de fuera el sacrificio, las horas y el compromiso con algo que “no les va a dar de comer”, pero no ven el grado al que las están formando, la suerte que tienen de encontrar una pasión tan grande desde pequeñas, ni lo mágico que es poder verlo de primera mano. Habemos adultos que aún seguimos buscando algo que nos apasione lo suficiente como para querer regresar todos los días.
Como mamá es mi trabajo ver más allá de las mallas y las puntas, las horas de clase o el maquillaje. Mi trabajo es apoyar a mis hijas en alcanzar sus sueños, prepararlas para la vida, una vida que no sé si consistirá en estudios y escenarios, pero sí en sacrificio, compromiso y perseverancia, porque así es la vida de todos. Lo que sembramos hoy, lo cosecharán las dos mañana y mi trabajo es ocuparme de que la tierra esté fértil y las semillas sean de la mejor calidad, eso implica compromiso, paciencia y amor, ese amor incansable tan característico de mamá.
Estamos en un arte-deporte que implica mucha disciplina, y digo estamos porque a la edad de mis hijas las vueltas, peinadas, uniformes limpios y puntualidad, es un compromiso de las tres, es una aventura para las tres. No siempre es fácil, ni sin drama, pero lo que sí, es que siempre nos llevamos aprendizaje y formación. Los beneficios son inmensos, pero también lo son los retos. No es fácil verlas llorar de frustración o cansancio, ni vendar sus ampollas para que vuelvan a subirse a las puntas, cuando tu instinto es abrazarlas, tirar las puntas por la ventana y llevarlas por un helado, mientras les recuerdas que son las más hermosas del planeta y que su maestra está ciega por no notarlo. Pero si hiciéramos eso les estaríamos robando las posibilidades de vivir a plenitud su momento, porque llorar y frustrarse forja carácter, y la persistencia implica levantarse del piso muchas veces.
Confieso que me ha costado enamorarme del ballet, pero soy una fiel enamorada de mis niñas y de ellas he aprendido a amarlo también. Hoy veo claramente lo que van alcanzando, la disciplina que están formando todos los días en cada clase, reflejada en sus estudios y vida fuera de la academia. Veo a unas niñas respetuosas tanto con sus maestros como sus compañeros, del trabajo de los demás, sus cuerpos, sus habilidades y su esfuerzo. Son niñas fuertes, valientes y luchonas, que saben que si algo no les sale hoy, les va a salir mañana porque no van a parar de intentarlo y porque sus cuerpos son capaces de cualquier cosa. El ballet les ha dado la humildad de bailar en la esquina de atrás, dándolo todo y brillando como la de adelante al centro, con la idea clara de que si persisten un día van a llegar ahí.
Como mamás es muy natural que veamos a nuestros hijos como los mejores, y que se los digamos y aplaudamos, pero amo ver la admiración en sus ojos cuando ven a compañeros y amigos que logran cosas que ellas todavía no alcanzan. Cuando se maravillan y emocionan por medallas y premios ajenos, porque saben el trabajo que costó, el esfuerzo, las lágrimas y el sudor; porque se hacen familia y hablan el mismo lenguaje, y para mí es una de las cosas más bellas que han ido construyendo en sus cortas vidas y es nuestro compromiso como padres fomentarlo.
A veces pensamos que el trabajo de la familia en el ballet se limita a pagar sus gastos y ser su chofer, pero implica mucho más que eso. Implica un gran respeto a su esfuerzo, las decisiones de sus maestros y su trabajo; ser sus fans, sus paños de lágrimas y alguien en quien puedan confiar para expresar lo que están sintiendo, siempre alentándolos y apoyándolos a seguir adelante y no desistir, a ver más allá de la recompensa inmediata y de la frustración al no obtenerla. Nos toca sentarnos en la butaca y dejarlos ser los protagonistas de sus vidas, con la firmeza de un ángel de la guarda y los brazos de madre en los que pueden refugiarse cuando lo necesiten.
Seamos un espacio seguro para nuestros pequeños artistas y atletas, gocemos cada momento de lo que viven sin dejar que nuestro ego o sueños se metan en medio de lo que están aprendiendo y forjando con tanto esfuerzo. Seamos los adultos que necesitan para guiarlos y enseñarles que vivir al máximo tiene muchos matices y que nada que vale la pena es fácil. Seamos el amor inmenso que construya su autoestima y autoconcepto. Vamos a involucrarnos hasta donde sea prudente y seamos parte de su pasión sin tratar de volverla nuestra.
Aprendamos a admirar los límites de sus mentes y sus cuerpos, y por amor de Dios, saquemos la bolsa de ballet -con todo lo que tiene adentro- al sol de vez en cuando.